Correr, sanar y amar*
- catalinarojano
- 15 jul 2021
- 5 Min. de lectura
Cinco, cuatro, tres, dos, uno. Y aparece ante mis ojos el resultado de una prueba habitual de glicemia, ya tan natural en mi vida como respirar. Un número me da los buenos días cada mañana y con base en él determino si puedo o no salir a correr, actividad que elegí como ejercicio tres años después de ser diagnosticada con diabetes mellitus tipo 1, una enfermedad crónica y compleja que más que eso representa dentro de mí una poderosa razón para vivir con verdaderas ganas.
A mis 22, me preocupaba por el futuro y por lo que habría de venir con él, no tenía otro afán más que jugar a adivinar cómo sería mi vida en cuestión de años. Hasta que un día, tras varias semanas en las que experimenté anomalías en mi estado físico —como una delgadez inusual, acompañada por sed, somnolencia y cansancio permanente—, una serie de exámenes de sangre y orina dejó al descubierto mi nueva condición de vida: me había convertido, casi sin darme cuenta, en diabética tipo 1 o en eso que llaman insulinodependiente.
Mi reacción ante la mala nueva que el médico me anunciaba —con la cara de quien advierte un peligro inminente, latente e interminable— fue una de las más “inusuales” con las que él dijo haberse encontrado. Con la mirada fija en sus ojos azules, que me hicieron pensar en el mar y en mí misma navegando por las aguas desconocidas de una enfermedad en la que nunca antes imaginé sumergirme, escuché lo que venía para mí de allí en adelante: inyectarme insulina una, dos o hasta más de tres veces al día; ajustarme a una dieta con múltiples restricciones, e implementar el ejercicio como una constante en mi vida.
El ejercicio, esa actividad física que todos debemos realizar en pro de nuestro bienestar integral, era algo que yo había dejado atrás, allá en mis tiempos de colegio. En esa época participaba en cuanto partido de baloncesto, voleibol y fútbol podía. Mientras la mayoría de mis compañeros temía medírsele al Test de Cooper —una prueba de resistencia que consiste en recorrer a velocidad constante la mayor distancia posible en 12 minutos—, yo lo asumía como uno de mis desafíos preferidos en clases de educación física. Sin embargo, después de la escuela no volví a correr, hasta que la diabetes me entregó más de un motivo para atar los cordones de mis tenis y moverme de nuevo.
"Después de un tiempo sentí la necesidad de estar en contacto con otros espacios, y desde entonces corro como si de ello dependiera mi vida".
Y también a pies descalzos, la enfermedad me hizo mover. “Deberíamos considerar perdidos los días en que no hemos bailado al menos una vez”... tal como si Friedrich Nietzsche me hubiera hablado al oído, empecé a bailar. La danza árabe se convirtió en algo que no solo me devolvía la energía, aparentemente perdida, sino que además me permitía ponerme a tono con una de las principales exigencias de la diabetes, la actividad física.
Mientras hacemos ejercicio, quemamos muy rápidamente la glucosa almacenada en nuestros músculos y, en consecuencia, nuestro nivel de azúcar en sangre (glicemia) puede disminuir de forma considerable. Por eso, más que por el arte, era feliz moviendo mis caderas y extremidades al ritmo de los exóticos sonidos del Medio Oriente y el Norte de África.
Aunque el baile me ofrecía grandes beneficios —como regular mis índices glicémicos, disfrutar de la música árabe y no tener que salir de casa para hacerlo—, después de un tiempo sentí la necesidad de estar en contacto con otros espacios, y desde entonces corro como si de ello dependiera mi vida. Porque, en cierto modo, de ello depende.
Uno de los riesgos que enfrentamos al ejercitarnos quienes estamos sujetos a inyecciones diarias de insulina, es sufrir un episodio de hipoglicemia, mejor conocido como un bajón de azúcar. Antes de salir de casa chequeo mi nivel de glicemia en ayunas —con la ayuda de un glucómetro, que es para mí lo que una brújula es para un marinero— y me como una pequeña porción de fruta o de carbohidrato para evitar un descenso glicémico mientras corro o hago ejercicios complementarios, lo que me toma de cuarenta y cinco minutos a una hora. Siempre me acompañan un termo con medio litro de agua —pues debo hidratarme antes, durante y después del ejercicio— y un comestible que contiene entre 15 y 20 gramos de glucosa o carbohidratos, por si llego a necesitarlo en el recorrido.
Con el tiempo, el sube y baja característico de esta enfermedad autoinmune y metabólica me ha enseñado que la glicemia no sólo puede disminuir con el ejercicio, sino también que puede elevarse notablemente con esta práctica. Cuando me pongo en marcha al compás de música clásica y poco a poco voy aumentando la intensidad del trote, mi hígado empieza a bombear glucosa a un nivel muy alto, y si ese suministro resulta mayor que el que mi cuerpo requiere, todo conduce a un ascenso de hasta 100 mg/dl (miligramos de azúcar por decilitros de sangre). Por ello los especialistas recomiendan no realizar ninguna actividad física si se tiene una glicemia que supere los 250 mg/dl.
"Al principio, despertarme temprano para ir a correr no fue fácil, pero con el paso de los días mi fuerza de voluntad creció y fui tomando la disciplina necesaria para hacerlo".
Según la Asociación Americana de Diabetes (ADA) y el Colegio Americano de Medicina del Deporte (ACSM), si antes del ejercicio los niveles de glucosa en sangre están por debajo de los 100 mg/dl, se debe ingerir determinada porción de carbohidratos. Aunque la ADA sugiere a un diabético una glicemia preprandial (antes de comer) de 80 a 130 mg/dl y una posprandial (2 horas después de comer) de menos de 180 mg/dl, lo ideal es que nos pongamos como meta alcanzar niveles de glucosa cercanos a los normales: de 70 a 110 mg/dl en ayunas, y por debajo de los 140 mg/dl tras las comidas.
La cifra en mi glucómetro que me da el aval para salir a correr debe oscilar entre 70 mg/dl y 250 mg/dl. Cuando amanezco con el azúcar por debajo de 70 mg/dl, ingiero una porción considerable de carbohidrato y pospongo el ejercicio para la noche o el día siguiente. Encontrarme en mis glucometrías con números superiores o inferiores a los señalados depende de lo que haya comido con anterioridad y de las dosis de insulina que me esté aplicando; ello me obliga a estar siempre atenta a mis mediciones, para tomar dominio de la enfermedad y no dejar que esta me controle a mí.
Al principio, despertarme temprano (entre las 5:30 y las 6:00 a.m.) para ir a correr no fue fácil, pero con el paso de los días mi fuerza de voluntad creció y fui tomando la disciplina necesaria para hacerlo. Cuando corro, mi corazón late fuertemente, sensación que me recuerda que estoy viva y que nunca antes había estado en mejor forma. En efecto, al realizar mis controles habituales de glicemia —de tres a cuatro veces diarias— es evidente que mi azúcar está regulada, contrario a cuando no corría.
Pese a que el manejo de la glicemia durante el ejercicio puede llegar a convertirse en toda una proeza, se trata de una lucha en la que vale la pena permanecer. La actividad física tiene un efecto semejante al que produce la insulina en los receptores especiales que se encuentran en las paredes de todas las células musculares. Al ejercitarnos, esos receptores se abren, permitiendo que la glucosa circulante en el torrente sanguíneo entre al músculo y sea utilizada como fuente de energía.
Por eso y más estoy convencida de que con el ejercicio no solo logramos que la insulina sea más eficiente, sino que además conseguimos controlar nuestro peso, disminuir el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares y mejorar nuestro estado anímico. A esa lista de beneficios se suman muchos otros que han convertido al ejercicio en mi mejor aliado para correr de la mano de esta enfermedad, que así como ha aumentado mi amor propio, ha hecho crecer mi amor por la vida.
*Texto publicado en la revista Bienestar (Colsanitas) - Noviembre 2017.

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